La Navidad anciana

La Navidad anciana
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Entramos en la recta final del año y con ella la navidad, mejor dicho, la natividad de Nuestro Señor Jesucristo. Creyentes y no creyentes se disponen a celebrar de diversos modos estos días de asueto, de encuentro entre amigos y familiares. Sentimientos encontrados van y vienen.

Charlatanes ofreciendo sanaciones metafísicas de perdón, tiendas comerciales seduciendo con sus ofertas y luces multicolores, el anzuelo ambiguo de los intercambios de regalo, fotos de comadres y compadres luciendo sus banquetes, envolturas, viajes exóticos. Los cohetes y tronadores, música estridente a lo que da, mucho alcohol; nacimientos de todo tipo, churriguerescos, bizarros, millenials, indigenistas. La creatividad y la fantasía navideña explotan. Pura fantasía.


La noche de Belén fue de retiro y silencio. Había contrariedad pero no había frustración. Nadie los quiso recibir en su hogar, todos tenían cosas más importantes que hacer. Ni José, ni María, según narran los evangelios, se dejaron vencer por la desesperación y el desaliento.

Simplemente buscaron a las orillas de la ciudad, donde acuden los excluidos, los sin nada, los que no tienen poder de compra ni influencias, ni amigos en el gobierno. Una cueva fría, empedrada. En el horizonte el espléndido valle donde las estrellas se apreciaban realmente como perlas en un mar transparente.

Francisco de Asís agrega al nacimiento todo el “misterio” y desde entonces tenemos el ícono representativo de esta gran noche. A esa soledad del amor, le acompañan las criaturas de la tierra, los que no tienen “razón”, pero conocen y adoran al creador. La mula y el buey. La multitud de ángeles, los pastorcitos. Es la revolución de la ternura.

Dios hace convulsionar con su amor todo espíritu sobre la tierra. El llanto de un bebé, la mirada de una madre, la protección de un padre. Todo es armonía. Salvo que Herodes quiere matar al bebé. Una historia llena de amor parece imposible que perdure. La narración prosigue… ellos se salvan, no solos, sino por su fe. Dios les abre el camino.

Esa es la enseñanza de estos días. La fe. Dios nos abre el camino.

Durante estos días me encuentro con muchas personas ancianas que cruzan sus miradas conmigo o se acercan para contarme sus cosas. Les pega muy fuerte la navidad. Hay hijos que “cumplen” con el rito de ir a visitar a sus padres y llevarles algún regalo, pero no comparten de corazón, como ellos desean. Hay nietos ensimismados con el aderezo de las redes sociales, que cada vez menos prestan atención o son insensibles a la mirada y sentimientos de los abuelos. Luego queda la soledad y la tristeza. ¿Cuántas navidades has vivido? 20..40..50? cada una es diferente. Tal vez la que se aproxima, sea más dulce si te acercas a tus ancianos y les das un poco de tu tiempo, un abrazo, un beso. No sólo ayudarás a mitigar la nostalgia que a ratos nos provoca la navidad, sino que harás brillar en ellos la más sublime esperanza.

Nuestra sociedad si bien demográficamente es joven, envejece rápidamente en su espíritu de esperanza. Hay jóvenes que han envejecido. San Francisco de Asís pudo haber incluido en el pesebre un anciano. Sin duda entre tus pastorcitos, fíjate bien, habrá alguno cuya sabiduría y paciencia, le hicieron llegar hasta el mismísimo pesebre y besar la frente del niño. El joven tiene la fuerza, el viejo conoce el camino. El joven tiene el ímpetu, el viejo la paciencia. El joven conoce las reglas, el viejo las excepciones. El joven cree que conoce el amor, el viejo lo entregó ya todo. El joven corre presuroso a Belén, el viejo carga al niño y ora: “ya puedo morir en paz, porque mis ojos han visto al salvador de todos los pueblos, luz de las naciones y gloria de tu pueblo Israel”. Abraza y besa a tus viejos en estos días de fiesta.



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